19 diciembre 2008

LLORO


Siempre se ha dicho que los hombres no lloran.
¡Y un huevo! Yo no paro de hacerlo. Mis ojos no paran de llorar. O soy un OJO. Y lloro sin descanso. O quizás soy una mujer. ¿Qué tendría de malo? ¿Qué tiene de malo llorar? ¿Sirve para algo? Físicamente y psíquicamente sí. Rotundamente sí. La descarga de tensión y la relajación que supone frente a la desesperación y el estrés es evidente. ¿Pero sirve para algo práctico?
No sé de qué sirve llorar después de la barbarie que ha borrado del mapa a los budas de Bamiyán, o las Torres de Nueva York. No sé qué ventajas tiene llorar por los refugiados macedonios y albano-kosovares. No sé qué cambia cuando alguien aniquila a un palestino, o a su vecino judío, o a un aldeano libanés y yo lloro por ello. No sé qué alivio sentirá una madre etíope, sudanesa o somalí cuando yo lloro por la muerte de su hijo, causada por la falta de alimento. No sé si mi llanto ayudará a ese muchachete brasileño, nacido y vivido en la calle, la cual, seguramente, le matará. No sé si por ventura llorando ante la situación del inmigrante sin papeles, ni trabajo, ni ¿esperanza? Conseguiré que mejore. No sé de qué manera mis lágrimas amortiguarán los golpes que reciben las mujeres maltratadas. O apuñaladas. ¿Mejorará la vida de las mujeres sauditas si mis ojos se inundan?

Yo creo que los hombres no lloran, pero solo los hombres muertos. Y las mujeres muertas tampoco. Ni tan siquiera los niños muertos. Y mucho menos los pétreos budas, ahora hechos polvo, como las Torres Gemelas.
Pero sí lloran las mujeres de los guerrilleros y las de los ‘contras’. Y las de los fundamentalistas suicidas. También las de los colonos israelíes. Y las sufridas mujeres afganas...
A veces mis lágrimas, las lágrimas de mi ojo, me impiden ver más cosas por las que llorar.
Lloro. Y soy un hombre. Pero podría ser cualquier otra cosa. Menos un salvaje o un insensible. Tampoco de piedra.

Escrito en octubre 2001.