26 octubre 2007

MÓVIL

 Hace ya tiempo que se inventó el teléfono portátil. Lo llevaban en su limusina los magnates y algún que otro playboy ‘super-famoso’.
Pero la cosa no cuajó demasiado a pesar de la fascinación que suponía cotorrear o hacer negocios desde el descapotable. No fue popular por inalcanzable para la mayoría. O quizás era solo el nombre: no ‘sonaba’ muy bien eso de teléfono portátil.
Pero salió el móvil. Es curioso, yo siempre pensé que un móvil era ese artilugio que se colgaba sobre las cunas de los bebés o encima de la puerta, de manera que al abrirla hacía un efecto, generalmente sonoro -como el de los bebés- y, a menudo, muy vistoso. Pero cosa de críos.
Más tarde me enteré de que también era la razón por la que el malhechor perpetraba un delito, o el asesino cometía un crimen.
Más hoy el crimen es no tener móvil. No disponer del dichoso aparatito lo convierte a uno en un paria. Y eso está pero que muy mal visto.
La fiebre del celular ha corrido como la pólvora, hasta convertirse en un objeto de culto. Un cachivache más que, además de su innegable utilidad, nos permite, impunemente, hacer el majadero mandando mensajitos inútiles a todo bicho viviente. Y si el artilugio en cuestión es ‘guap’ ya te pasas... un rato consultando la sugestiva oferta televisiva o enviando flores instantáneas a la maciza de la cafetería. La misma que aceptará sin pestañear una invitación al teatro siempre que seas tú quien active el modo telepago vía Internet. No sé por qué esto me recuerda el eslogan de aquel anuncio del perrito abandonado: ‘Ella nunca lo haría’. Me refiero, claro está, a invitarte a una gran obra de estreno, porque para lo del anuncio no se cortan ni un pelo: te abandonan más rápido que un desodorante ‘baratero’, aunque solo sea porque no tienes móvil. La tecnología... ¿una herramienta o armas de mujer? Y de mandarte flores, ni flores.
Ahora no se pregunta el número de teléfono. El interrogante se formula así: ¿no tienes móvil? Nuestro interlocutor acaba de quedar en entredicho. ¿Cómo es posible que alguien que se precie pueda vivir sin móvil? Sin el estímulo que supone dominar el mundo de la comunicación.
Estamos más comunicados que nunca, pero ¿nos comunicamos realmente?
Bip-bip... Nino-nino... ¡vaya, tengo un mensaje! Discúlpenme.

TAXIS DE BEIRUT

Pip-pip.
Pip-pip. Pip-pip.
Pip. Pip-pip. Pi-pip.
Pip…
¡Ya está bien! ¡Parad ya...!
Beirut es una ciudad interesante, inquieta; agobiante, atrayente. E inverosímil.
Con una historia brillante, a veces. Y machacada, otras.
Cuántas civilizaciones nos contemplan, de las que apenas queda nada, salvo escasos vestigios de su esplendoroso pasado. Contados restos arqueológicos que susurran al interesado cuentos de imperios navales como el fenicio, cuyos puertos llevaron al resto del mundo mediterráneo los más exquisitos artículos e innovaciones que traían las caravanas de Oriente; historias de fastuosos templos erigidos por los romanos justo al lado, o debajo, de donde ahora están los cafés y terrazas del centro de la ciudad.
El incansable trasiego comercial se ha conservado, a lo largo de los tiempos, en la ciudad de Beirut.

Y por encima de toda esa algarabía están los taxis. Los ‘profesionales del volante’, con sus desvencijados modelos de la marca alemana de la estrella de tres puntas circunscrita en un aro, están por todas partes y a todas horas. Se trata, en concreto, de los llamados ‘service’, los cuales recogen y dejan clientes contínuamente, si la ruta les conviene. Los hay de todos los colores imaginables, y sus ensidiosas bocinas, estentóreas unas, casi afónicas otras, y aún algunas con un sonido más parecido a un repiqueteo de castañuelas, no paran de pitar a todos y cada uno de los peatones que se pongan a tiro, independientemente del sentido en el que éstos caminen y sin importar las intenciones de los sufridos viandantes. Resulta algo complicado intentar cruzar la calle cuando el taxista de turno, como cuervo de la calzada urbana, se planta delante de uno intentando averiguar hacia dónde se dirige. Sí, sentado en una cafetería puede resultar hasta cómico verlos actuar. Pero cuando la prisa apremia o el sol aprieta, siente uno ganas de soltar un improperio –Ibn charmuta, en árabe, significa algo que en español rima a las mil maravillas- o cruzar saltando por encima de la chatarra rodante.
Taxis de todos los colores infestan las abigarradas calles y congestionadas avenidas beirutíes. Solo faltan los taxis transparentes. Ojalá –in sha’alá- existieran. Pero que además de incoloros fueran también insonoros.

17 enero 2007


Beirut, ciudad talismán.

Hace ya algunos años imaginé una ciudad imposible. Una ciudad donde pudiese vivir confiado y en paz. Donde la gente fuese educada, amable y culta. Donde el respeto, el honor y la solidaridad fuesen las bases de una sociedad alegre y próspera.
Soñé que existía en algún lugar del mundo… tal vez más allá del mar, más allá del cielo. En un país con un incomparable patrimonio histórico y artístico; con unas tradiciones ricas y venerables. En una tierra cuyos paisajes y rincones cautivasen el alma del viajero, cuya riqueza natural saciase al hambriento y al que llegase con sed. Un país de mujeres bellas y generosas y hombres buenos.
Pensé que podría ser allá, lejos de mi pequeña isla, al otro lado del Mediterráneo. Me dejé llevar y volé para visitar aquel mágico lugar de donde llegaban ecos exóticos, cantos amigos, esperanzas futuras.
Descubrí que Beirut era esa ciudad imaginaria. Que ese era mi hogar deseado. Mi ciudad talismán.
Decidí ir a verla, y me latió el corazón con fuerza. Intuí que quizás una ciudad así era posible en un país semejante.
Cerré los ojos, respiré hondo, y en ella me quedé, sintiendo su pálpito espectacular y eterno: ¡Beirut! ¡Beirut! ¡Beirut! ¡Beirut!.........
Ahora no sé si despertar o seguir soñando.